sábado, 26 de febrero de 2011

Vida y muerte de un teatro.

El ocaso de un rey

Su mirada ya no tiene la lucidez de los años de juventud. Su rostro se ha marcado tras los surcos de una existencia remota, saturada de placeres y noches en vela, en las que fue testigo silente de amores, desamores, tristezas y desengaños. En los años de mocedad vivió el lujo y el desenfreno, se vistió de lentejuelas y se adornó con festones. Él era el centro de la vida… del deseo. A él acudían las mujeres más bellas de la ciudad de los parques, hombres de toda clase y condición social le buscaban en las tardes y noches para disfrutar los placeres que ofrecía a media luz; pero poco a poco se envejeció, perdió la gracia natural y su cuerpo se volvió meretriz de la calle que tuvo que venderse al mejor postor.
En los años 50 el teatro Unión ubicado en la cra 17 con calle 45 fue el centro de la vida en la ciudad. Saúl Diaz Sarmiento, el fundador de dicho lugar, le dio vida a través de las manos de un arquitecto chileno que para la época construyó una estructura de singular belleza y poco comparable con las obras que por esos años decoraban las calles Bucaramanga.
El Unión hacía parte de una cadena de teatros conocida como el Circuito Unión que acogía también al Rosedal, Analucía y el glorioso Libertador.
Fueron años en los que el cine mexicano y anglosajón, constituían el principal pasatiempo para los bumangueses. Décadas doradas donde actores de la talla de Pedro Infante, Jorge Negrete, Libertad La Marque , Flor Silvestre, entre otros, deleitaban los ojos de los cinéfilos a través de historias cargadas de sensibilidad, amores eternos y canciones que hacían alegoría de estampas de una vida sencilla, donde lo más importante era la familia y la mujer amada.
Cuando estaba en la cúspide de la gloria, la platea y el palco se llenaban a más no poder para recibir entre aplausos y vivas a los artistas de aquel entonces.
El gran portón se abría para recibir en funciones de matinée y vespertina al público, que entre selecto y humilde ocupaba las sillas de madera rústica que amoblaban el recinto.
“Uy yo fui varias veces, me gustaba sobre todo el festival de pistoleros”, afirma Miguel Castellanos un zapatero del parque Santander quien acostumbraba a ir a cine para ver las películas del viejo Oeste y los enfrentamientos entre Pieles Rojas, bandoleros y el clásico sheriff del pueblo.
Así como, Miguel, Ismael Villamizar, quien hace parte del gremio de remendones del parque, disfrutó del encanto que producía sentarse frente a una gran pantalla. “No había más qué hacer. Después de los paseos no había nada más”, dice el viejo de ojos añil claro, mientras remienda con aguja y cáñamo una bota de cuero.
Para Ismael las mejores películas eran las mexicanas y japonesas. Él cerraba su jornada de trabajo en la plaza de mercado para irse a la función de cine rotativo que ofrecía el Unión. “Veía dos películas distintas. Entraba uno a las 2:00 y salía como a las 10 o 12 de la noche”.
El teatro también era el espacio propicio para iniciar nuevas relaciones sentimentales. “”Uno conseguía novia. Entraba ella solita y uno se le arrimaba allá… pero cuando eso era muy sano”.
Sin embargo, llegaría la televisión y con ella la decadencia del séptimo arte en la “bonita” pues tal como dice Ismael, “usted tiene su televisor, compra por $2.000 una película y se sienta a verla con toda su familia”.
Pero el Unión se resistía a morir, se creía aún con fuerzas para resistir los embates de la modernidad, de una urbe en crecimiento, que había olvidado sus ancestros para acoger el futuro de la mano del desarrollo. Entonces 15 años atrás tuvo que vestirse de escarlata, prostituirse y ser denigrado por quienes en otrora época lo frecuentaban. Acogió a incógnitos de la noche que se refugiaban en él para dejar fluir sus pasiones y perversiones ocultas, aquellas que muchos practican, pero cuya doble moral agravia a la luz del día.
Recibió el nuevo milenio con su cara sonrojada, pero sólo siete años pasarían antes de que las nuevas construcciones que se edificaron a su alrededor, le humillaran y cual si fuera un viejo que todos prefieren olvidar en el cuarto de San Alejo su dueño lo vendió y junto con él sepultó para siempre la historia de una ciudad, para dejar sólo las ruinas de lo que fueran los tiempos maravillosos del cien en Bucaramanga.

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