sábado, 26 de febrero de 2011

Sentimientos

Te odio y en un segundo te amo; sólo una palabra dulce basta para cambiarlo todo... para sentir que la esperanza es mía, sólo mía. Soy dueña de todo cuando me hablas; le pertenezco al mundo, lo pinto de colores vivos y mi vida gris, en ese instante pasa la página y se vuelve tornasol.
Estas fotografías hacen parte de un viaje a una región llena de colores, texturas; de ese verde que contrasta con un cielo azul celeste... profundo. Un lugar donde aún la tradición tiene más fuerza que lo moderno. Es la tierra de la ruana, de la mazamorra y también de campesinos típicos que bajan de las veredas el día de mercado para asistir a la misa dominical; hombres y mujeres en cuyos rostros se dibuja la inocencia y un espíritu de servicio que se traduce en sonrisas. Es Boyacá; cargada de historia patria, rodeada de montañas tejidas a punta de mocho y azadón. Un lugar para el reencuentro o tan sólo para la contemplación de un paisaje etéreo que algunos lugareños han ambientado con sus pequeñas casas de techos de barro

A lo lejos...

El día en que aquel mítico ser llegó a mi casa, no tuvo nada de especial. Era uno de tantos, el mismo paisaje de barrio donde las tardes transcurren con la misma cotidianidad de siempre. Él venía en una sencilla caja de cartón ordinario, sin moños ni escarcha. Se veía tan pequeño que tardé unos días en darme cuenta de quién se trataba. Contrario a la creencia popular, sus alas no eran vaporosas y níveas como solían imaginarlos los pintores renacentistas, sino más bien grisáseas, opacas, con uno que otro toque de blanco, algo curtido por cierto. Lo vi indefenso, solo, perdido en una tierra ajena, donde todos tienen prisa... donde lo propio es lo único que vale. Me miró con una ternura que jamás había sentido, pareció susurrarme algo que no entendí, porque hablaba un lenguaje foráneo, pero lo amé desde ese instante. Tal vez, la caída desde un altura infinita lo había lastimado demasiado. Tenía las extremidades torcidas, en ángulos opuestos e incómodos y era incapaz de moverse con soltura. Sin embargo era osado,agitaba sus maltrechas alas con ahínco y giraba en círculos como si fuera una avioneta a punto de despegar.


Lo acomodamos en la misma caja ajada y le brindamos algo de comer. Porque al parecer no había ingerido nada desde que cayó del espacio celeste. Sin embargo, no pudimos hacerle tragar ración alguna. Creo que no sabía de qué se trataba. Quizá en el lugar de donde provenía, esta rutina diaria y repetitiva de los seres humanos, no revestía interés alguno. No obstante, él pareció comprender que ya no era uno de ellos... y que mucho menos lucía como tal. Así que se hizo a las costumbres hogareñas. Un plato con suficiente comida y agua le bastaron y poco a poco se hizo parte de la familia. Todas las mañanas recibía su saludo, si bien nunca aprendió nuestra lengua, yo sentía que su contacto era un bálsamo y estímulo para empezar y concluir la jornada. Pasaban los días y con santa devoción mimaba a ese ser tan pequeñito y frágil al que intentaba hacer volar con la esperanza de que recuperara las fuerzas y pudiera alzarse tan alto como, quizá alguna vez lo habría hecho. Más él no esperaba nada. Parecía estar a gusto siempre. Nunca le oí quejarse. Su mirada siempre estaba colmada de esperanza. Allí en su cama de papeles picados, en un cuarto algo lúgubre y húmedo, esperaba a diario el alimento, unas palabras cariñosas y las efímeras salidas al patio, donde estiraba sus maltrechas y mutiladas alas con la idea incierta de que éstas volverían a llevarlo a revivir los recuerdos de antaño.


Pero una mañana, supe que pronto nos dejaría. Se había encorvado demasiado y no parecía reflejar la alegría de otrora. Lucía cansado, melancólico. Lo envolví en un pedazo de trapo, con cuidado de no lastimar sus alas, porque estaba segura que a pesar de sus extremidades maltrechas, agitar las plumas de sus flancos, era lo que sostenía su voluntad de salir de aquella cárcel de cartón para regresar a su añorado cielo. Tenía la esperanza de que volvería a mirarme con la dulzura de un niño, con la inocencia que sólo tienen las almas buenas que albergan paz en su espíritu. Pero me engañaba; al principio intentaba comer, más al día siguiente, quizá intuyó que su misión había sido cumplida y que era hora de marcharse. Su respiración se hizo lenta. Lo dejé descansar, pero de vez en cuando, pasaba resignada con un deseo obtuso entre rogar que su sufrimiento no fuera tan prolongado o que un milagro me lo devolviera tal como lo había conocido.
Creí que dormía. Entonces le acaricié la cabeza y el cuerpo lánguido. Se alzó y me miró con desconsuelo, con los párpados pesados por la carga de la muerte; ocultó de nuevo su rostro entre el papel picado como si ya no quisiera mirarme o para evitar ver su miseria a través en mis ojos anegados en lágrimas. Lo dejé porque pesentí que el momento estaba cerca. Tal vez fui cobarde, pero no tuve el valor de ver cómo la muerte me lo arrebataba mientras el dolor contraía aún más su cuerpo. Corrí a mi cuarto a llorar hasta que los ojos se me hincharon. Esa noche soñé con él. Lo veía volar libre y feliz en un cielo intenso, carente de nubes blancas...

Al día siguiente supe que había muerto. Mi papá preguntó: "¿Dónde está? Envuélvanlo en papel periódico que ahora más tarde voy a botarlo"

Y quiero...

Quiero ser mi inspiración, mi propia fuerza. Quiero ser motor y cambio. Quiero tener energía que brota de mi cuerpo. Quiero ser yo misma... huir, crecer, reírme y llorar sin miedos; sin tener que mirar al lado y esperar un juicio por mis actos... simplemente quiero ...

Caos

¿Qué eres si no puedo sentirte?
¿Qué pretendes si callas cuando te hablo?
¿Qué buscas con la inercia? Eres un suspiro fugaz... distante.
Grítame como el viento sucio de la calle al medio día
Sacúdeme con palabras alcanforadas. No me golpees con tu silencio; con esa mirada tácita. No seas abstracto. Te prefiero humano, mordaz, loco... imperfecto.Te prefiero humano, mordaz, loco... imperfecto.

Días perdidos

Otro más. Otro día que muere entre sonidos vacíos y rostros desiertos. Un día como tantos en mi vida: blanco de logros, estéril de amores. Contrario a mis fuerzas, muerto desde la aurora. Miro el calendario de sueños y muchos de ellos se han vuelto marchitos, manchados de vicios, fétidos de aplazamientos. Prolongaciones: miserias que les han debilitado volviéndolos sólo evocaciones cómicas. Quimeras de antaño, locuras púberes que pierden sentido con el paso de un tiempo maldito que ha marcado la generación de mis días como una época inútil, hedónica, enchida de moda, mundana... muerta.

Café Centenario: Uno más de esos viejos olvidados por la ciudad bonita


Está ahí, silencioso y viejo, su rostro ya no tiene el brillo de la juventud y las muchachas bonitas ya no vienen a visitarlo. Se ha hecho inútil como muchos de los que llegan a su edad y al igual que sus contemporáneos tiene cientos de historias que contar, pero no hay nadie que quiera escucharlas. Ya ni siquiera puede oír la música de su época porque ésta fue reemplazada por otros ritmos, algunos para él incomprensibles y de estridente sonido.
Sólo vive amparado con la evocación de sus años mozos cuando todos lo miraban con agrado y respeto, pues ahora que tiene el olor del queso rancio y que ya casi no puede sostenerse en pie, varios de los que fueron sus amigos pasan de largo o lo miran de reojo cual si fuera un espectro al que tienen que evitar porque les recuerda que pronto, al igual que él, serán una más de las tantas figuras caducas a las que se abandona en el asilo del olvido porque irremediablemente algún día dejaron de ser útiles.
Situado frente al parque Centenario y bautizado con el mismo nombre reposa un antiguo edificio pintado de blanco y gris que en sus tiempos de gloria acogió a numerosos bumangueses, que habían escogido aquel sitio como punto de encuentro para charlar, tomar un café, jugarse un “chico” de billar o bailar al son de los ritmos de ese entonces. El café Centenario es quizás uno de los lugares más representativos de la ciudad antigua. Desde sus ventanas de madera él vio como la joven nacida, mucho tiempo atrás - un veintidós de diciembre -, creció y se llenó de progreso hasta llegar a convertirse en la señora Bucaramanga.
Eran los años en que el sector del parque Centenario acogía gran parte de la actividad comercial en la capital santandereana. “Cuando eso Copetran quedaba en la esquina y todo el mundo llegaba aquí”. Cuenta Pablo Emilio Pinzón un hombre mayor que se ocupa de cuidar carros ajenos mientras charla con los lustradores y vendedores de golosinas del lugar.
El café abría sus puertas desde muy temprano, pues era común que los conductores de Berlinas, Copetrán, Pómeca (ahora la empresa de transportes Omega) llegaran, después de cumplir con un itinerario de viaje, con ganas de tomarse un tinto y compartir las experiencias vividas junto a sus compañeros de labores.
En sus orígenes remotos el edificio donde se encuentra ubicado el Café tenía por función ser un depósito dividido en bodegas que estaban destinadas a recibir carga y de paso a los coteros que después de la jornada se quedaban a dormir allí. Más adelante, con la inauguración del Café Centenario, el segundo piso pasó a ser el desván donde se guardaban los tacos de billar, las escobas, traperos y los diversos implementos y enseres que fueran necesarios para el mantenimiento y limpieza del primer piso en el cual funcionaba el memorial negocio.
Algunos de quienes frecuentaban el café Centenario se ubicaban cerca de las mesas de billar a observar a los diestros jugadores que hacían apuestas en el juego con el ánimo de ganarse un petaco de cerveza o lo que hubieran acordado previamente. Otros organizaban partidas de dominó o naipe y hasta parqués; y unos cuantos aprovechaban para conquistar a las meseras que contoneaban sus caderas alrededor de la concurrida clientela.
Otro de los antiguos visitantes del café Centenario es Rafael Mantilla Garavito quien desde hace 45 años dice conocer esta vetusta construcción. “El Centenario fue un café representante de Bucaramanga” dice el viejo y golpea el bastón contra el piso como si su intención no fuera sólo la de rememorar momentos pasados sino expresar su inconformidad por la suerte que ha corrido el derruido establecimiento.
A Rafael lo acompaña Alejandro Gómez, un amigo con el que se encuentra habitualmente en una tienda cercana al parque. Al igual que Rafael, él también recuerda el Café como un sitio en el que gozó al ritmo de merengue, guaracha y cumbia. “El día sábado había grupos musicales para que la gente tuviera reuniones sanas” dice, en tanto que otros de quienes suelen congregarse en el establecimiento agregan a lo lejos: “sí… eso traían orquestas de Bucaramanga: los satélites, los psicodélicos... “.
Algunas veces el repertorio cambiaba: “Había unos que se ponían a cantar guabinas y por allá de Vélez llegaban muchos guitarristas a cantar”, agrega Pablo Emilio Pinzón remontándose a los años en que era conductor y manejaba vehículos con carrocería de madera y lámina, que eran los que por ese entonces recorrían los caminos del territorio nacional.
Para José Ignacio Bermejo, quien era operador de máquina de los ferrocarriles, el Café era el espacio propicio para cerrar tratos comerciales: “ahí se hablaba de trabajo y de negocios: ¿qué va a hacer va a comprar casa o qué?...” De igual forma se servía cerveza, aguardiente o cualquier licor que el cliente estuviera dispuesto a pagar.
Entre los años cuarenta y cincuenta, época dorada del Café la música que ponía en movimiento a los jóvenes de entonces era la de la Billos Caracas Boys con el protagonismo de Felipe Pirela, también figuraba la sonora Matancera y la voz de Daniel Santos. Para los más bohemios estaban en boga las rancheras de Pedro Infante y Jorge Negrete y los sentidos boleros del trío los Panchos, melodías que se ponían a girar y que sonaban constantes hasta el amanecer.
“El Café era de Vicente Díaz, luego pasó a ser de Calixto Díaz y hace poco se le entregó a Helman Díaz, hijo del difunto Calixto Díaz” Dice Roso Delgado un lustrador del Centenario al que la vejez le robó el oído, pero no pudo quitarle la memoria en la que guarda celosamente fechas, nombres y momentos importantes que en algún instante construyeron la tradición histórica de la ciudad.
José Pinzón conoce muy bien como era el movimiento del negocio, pues hace aproximadamente 18 años trabajó en la sección que los administradores habían destinado para los billares. “Eso todos los días permanecía lleno, pero el mejor día eran los viernes y los sábados”.
Para muchos, el Café Centenario es el más antiguo de Bucaramanga y así mismo fue testigo de épocas que marcaron un rompimiento en la historia del país. “Por circunstancias políticas, cuando la violencia, el Café fue atacado y rotas todas las partes donde están los billares, todos los billares los volvieron nada”. Dice Rafael quien recuerda cómo en aquel inolvidable nueve de abril una muchedumbre incontrolada destruyó y sembró el caos en la ciudad de los parques.
Según cuenta Roso Delgado fue durante el gobierno de Jaime Nova y Humberto Ciro Valdivieso, alcalde y gobernador de la ciudad respectivamente, cuando el parque Centenario se tomó en arriendo para el Sanandrecito, y por ende, la dinámica comercial que se dio en ese sector aumentó la productividad de los locales que rodeaban el parque. Para el Café Centenario también fue un buen periodo, pues muchos de los comerciantes acudían a desayunar con los amasijos que estaban expuestos para la venta en una de las vitrinas del célebre local.
El paso del tiempo y las circunstancias que antes lo habían favorecido contribuyeron al deterioro del lugar. Rafael cuenta que fue cerrado muchas veces, pero que imbatible volvió a abrir sus puertas. No obstante, algunos dicen que la apertura de nuevos establecimientos con la misma razón social que se instalaron en la zona lo llevó al fracaso. “Cuando cambiaron los dueños cambió el sistema de atención y por haber más cafés con billares decayó la actividad”. Comenta Alejandro quien ya no recomienda visitar el sitio porque como él mismo menciona: “la clientela es otra”.
Poco a poco el Centenario y su emblemático Café se quedaron solos, las empresas transportadoras que empezaron a tener reconocimiento nacional se expandieron por toda la ciudad. De Igual forma, durante el gobierno de Plinio Silva el Sanandrecito se trasladó a la carrera quince y para el Café Centenario no fueron suficientes la pintura y el retoque de la fachada pues como el parque, también él se quedó solitario en una zona que hoy muchos consideran como peligrosa sin recordar que antaño era tan tranquila que las parejas y caminantes podían recorrerla en la madrugada sin temor alguno.
Ya las grietas, la humedad y las telarañas decoran el lugar. Aún se conserva la alta y arcaica greca alemana y también quedan algunos vestigios de la tarima en la que tantas noches se encendieron con buena música los ánimos de los asistentes. El techo de teja de barro y caña esta desvencijado y el gran letrero que en otra época le dio estatus y éxito fue reemplazado por uno circular que se halla colgado a un extremo de la alta puerta de madera, pero que ya no lo identifica sino que sólo tiene como fin, anunciar el servicio de billares.
Ahora cuando los años transcurrieron y su gloria se quedó con la nostalgia de quienes aún lo añoran, este viejo que ya perdió el brillo de la juventud se encuentra silencioso y triste frente al parque Centenario. Desde ahí ve a las muchachas bonitas y a sus antiguos amigos que pasan de largo o sólo lo miran de reojo, sin detenerse un momento siquiera para escuchar las historias que tiene por contar.
Aún guarda como un eco lejano la música con la que enseñó a bailar a Bucaramanga cuando apenas era una joven y a su vez espera con paciencia que llegue el día en que ya no pueda sostenerse en pie y como una más de las tantas figuras caducas que reposan en la ciudad sea abandonado por siempre en el asilo del olvido porque irremediablemente -no supo en qué momento-, dejó de ser útil