sábado, 26 de febrero de 2011

A lo lejos...

El día en que aquel mítico ser llegó a mi casa, no tuvo nada de especial. Era uno de tantos, el mismo paisaje de barrio donde las tardes transcurren con la misma cotidianidad de siempre. Él venía en una sencilla caja de cartón ordinario, sin moños ni escarcha. Se veía tan pequeño que tardé unos días en darme cuenta de quién se trataba. Contrario a la creencia popular, sus alas no eran vaporosas y níveas como solían imaginarlos los pintores renacentistas, sino más bien grisáseas, opacas, con uno que otro toque de blanco, algo curtido por cierto. Lo vi indefenso, solo, perdido en una tierra ajena, donde todos tienen prisa... donde lo propio es lo único que vale. Me miró con una ternura que jamás había sentido, pareció susurrarme algo que no entendí, porque hablaba un lenguaje foráneo, pero lo amé desde ese instante. Tal vez, la caída desde un altura infinita lo había lastimado demasiado. Tenía las extremidades torcidas, en ángulos opuestos e incómodos y era incapaz de moverse con soltura. Sin embargo era osado,agitaba sus maltrechas alas con ahínco y giraba en círculos como si fuera una avioneta a punto de despegar.


Lo acomodamos en la misma caja ajada y le brindamos algo de comer. Porque al parecer no había ingerido nada desde que cayó del espacio celeste. Sin embargo, no pudimos hacerle tragar ración alguna. Creo que no sabía de qué se trataba. Quizá en el lugar de donde provenía, esta rutina diaria y repetitiva de los seres humanos, no revestía interés alguno. No obstante, él pareció comprender que ya no era uno de ellos... y que mucho menos lucía como tal. Así que se hizo a las costumbres hogareñas. Un plato con suficiente comida y agua le bastaron y poco a poco se hizo parte de la familia. Todas las mañanas recibía su saludo, si bien nunca aprendió nuestra lengua, yo sentía que su contacto era un bálsamo y estímulo para empezar y concluir la jornada. Pasaban los días y con santa devoción mimaba a ese ser tan pequeñito y frágil al que intentaba hacer volar con la esperanza de que recuperara las fuerzas y pudiera alzarse tan alto como, quizá alguna vez lo habría hecho. Más él no esperaba nada. Parecía estar a gusto siempre. Nunca le oí quejarse. Su mirada siempre estaba colmada de esperanza. Allí en su cama de papeles picados, en un cuarto algo lúgubre y húmedo, esperaba a diario el alimento, unas palabras cariñosas y las efímeras salidas al patio, donde estiraba sus maltrechas y mutiladas alas con la idea incierta de que éstas volverían a llevarlo a revivir los recuerdos de antaño.


Pero una mañana, supe que pronto nos dejaría. Se había encorvado demasiado y no parecía reflejar la alegría de otrora. Lucía cansado, melancólico. Lo envolví en un pedazo de trapo, con cuidado de no lastimar sus alas, porque estaba segura que a pesar de sus extremidades maltrechas, agitar las plumas de sus flancos, era lo que sostenía su voluntad de salir de aquella cárcel de cartón para regresar a su añorado cielo. Tenía la esperanza de que volvería a mirarme con la dulzura de un niño, con la inocencia que sólo tienen las almas buenas que albergan paz en su espíritu. Pero me engañaba; al principio intentaba comer, más al día siguiente, quizá intuyó que su misión había sido cumplida y que era hora de marcharse. Su respiración se hizo lenta. Lo dejé descansar, pero de vez en cuando, pasaba resignada con un deseo obtuso entre rogar que su sufrimiento no fuera tan prolongado o que un milagro me lo devolviera tal como lo había conocido.
Creí que dormía. Entonces le acaricié la cabeza y el cuerpo lánguido. Se alzó y me miró con desconsuelo, con los párpados pesados por la carga de la muerte; ocultó de nuevo su rostro entre el papel picado como si ya no quisiera mirarme o para evitar ver su miseria a través en mis ojos anegados en lágrimas. Lo dejé porque pesentí que el momento estaba cerca. Tal vez fui cobarde, pero no tuve el valor de ver cómo la muerte me lo arrebataba mientras el dolor contraía aún más su cuerpo. Corrí a mi cuarto a llorar hasta que los ojos se me hincharon. Esa noche soñé con él. Lo veía volar libre y feliz en un cielo intenso, carente de nubes blancas...

Al día siguiente supe que había muerto. Mi papá preguntó: "¿Dónde está? Envuélvanlo en papel periódico que ahora más tarde voy a botarlo"

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